[Esta es una traducción al español de la charla magistral de Bethany Nowviskie, “The Digital Humanities in the Anthropocene,” leída en Lausanne por Melissa Terras, durante la conferencia DH2014. El trabajo original, junto a las diapositivas se puede encontrar en el sitio web de Bethany. Esta obra tuvo un gran impacto en mí y muchos de nuestros colegas y es un honor poder ofrecerla en español para un otro público. Como casi no escribo en español les ruego que me ayuden a pillar cualquier infelicidad del lenguaje que se me haya colado en la traducción. Dejaré los comentarios abiertos para tal propósito.]

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Las humanidades digitales en el Antropoceno

Texto original de Bethany Nowviskie
Traducción al español por Alex Gil

 

Y poco a poco Christopher Robin llego al final de las cosas, y callo, y ahí sentado miraba el mundo, deseando que no parara. — A. A. Milne

Todas las mañanas, mientras el sol de Virginia se derrama sobre el borde del valle de Shenandoah, me lanzo a las aguas de mi piscina municipal y pienso en las ruinas de los baños romanos. De cada uno de los lados del carril donde doy mis virajes están los azulejos de ceramica, mortero de un artesano del siglo ya pasado. Ahí leo dos letreros mientras nado de ida y vuelta: bajo y profundo, bajo y profundo.

Estoy aquí para dar una charla que al igual pretende deslizarse entre lo superficial y lo profundo. Mi esperanza es localizar nuestro trabajo—el trabajo de la comunidad HD que me ha cultivado con cariño alrededor de 18 años—menos como se imagina estos días (como una conjunto fragmentado de intervenciones metodológicas en el agón disciplinario actual de los estudios humanísticos) sino más bien como una improbable y cohesiva posibilidad optimista. La posibilidad es la de conectar las tecnologías y los patrones de trabajo de la humanística al tiempo profundo: a los pasados remotos y a los futuros por venir a la vez. Pero también nadare en los bajíos—porque, meditando sobre los mensajes que se pueden enviar o recibir desde los más largos de los longues durées, intento al igual animarlos a tomar una posición activa y penetrante en las HD orientada hacia el presente, hacia un compromiso con la tecnología, el medio ambiente, y la ética de nuestro tan vital día de hoy y nuestro aquí.

Prometí en mi abstracto una charla de practicante, y eso es lo que haré. No soy filósofa ni crítica. Soy hacedora y cuidadora de sistemas, de modo que esta noche intentaré ofrecerles la perspectiva de una artesana al hablar de estos temas.

Para que quede claro, esta charla reposa en la siguiente premisa: Yo doy por hecho la evidencia científica de que los hombres han transformado de modo irrevocable las condiciones de vida de nuestro planeta. Creo también que nuestras acciones pasadas se orientan al futuro: que debemos una “deuda de extinción,” como la llama David Tilman—y que esta deuda sera pagada. Cuando las especies desaparecen a una frecuencia cien o mil veces mayor que su promedio previo, yo acepto—a pesar de ciertos impredecibles, pero no sin horror—que estamos al borde de una extinción masiva de plantas y animales, en tierra firme y en nuestros mares. Estamos aquí para vivir un momento lo mejor que se pueda, para trabajar, y para ayudar a la vez a nuestros compañeros de viaje a tambalear a traves de sus breves vidas—pero también tenemos conciencia de un hecho despabilante y raro. Nosotros, y las menudas generaciones que nos siguen, serán testigos de la 6a gran extinción de la vida en la tierra. Esto es un fin de las cosas, puertas que se cierran, no visto desde la muerte colosal que clausuro la era mesozoica, 66 millones de años atrás.

¿Que hacemos con esta conciencia en HD en el año 2014? ¿Como afecta nuestra percepción de nosotros mismos como practicantes de la computación en humanística? Ciertamente, nos recuerda lo que tenemos en común, y a nuestro destino compartido. ¿Puede hablarnos, como una creciente banda de gremios escolásticos con lazos tenues; como archivistas y bibliotecarios; como guardianes e interpretes del patrimonio cultural? ¿Puede hablarnos, como tecnólogos, programadores, y especialistas del metodo y la forma; como investigadores, administradores, estudiantes, formadores y hacedores de todo tipo? ¿Que responsabilidades, para la comunidad HD, implica este conocimiento? ¿Que perspectivas se enfocan mejor?

No creo que pueda responder esas preguntas en el transcurso de los próximos 40-45 minutos. Sobre todo, me interesa plantearlas—y usarlas para reunir cierta caja de herramientas para los años siguientes. Les pido entonces, que me permitan plantear varias preguntas más, y delinear mi charla antes de comenzar de lleno.

Esta noche les pido que se tomen a pecho la noción de que, al lado de las millares de alegres, juguetonas preocupaciones eruditas e intelectuales que nos motivan en las humanidades digitales, o mejor aún, descansando al fondo de todas ellas, como un tipo de substrato, reside la seriedad de un problema de base. El problema es el de la extinción—de multiples extinciones; extinciones que rompen el corazón; aburridas, cotidianas, casi invisibles extinciones—tanto el eco de ausencias acarriadas por los siglos, que las erosiones dispensables de nuestro desmoronado día a día. Editamos para adivinar los bosquejos de un poeta, quemados en la hoguera hace años. Excavamos las capas estratigráficas de la tierra intentando descubrir modos de vida ya olvidados, y pegamos los fragmentos de jarrones para validar nuestras teorias. Algunos modelamos como cambien los lenguajes al traves del tiempo, y aprendemos a leer las manos que no serán escritas de nuevo. Algunos promulgan los estándares para evitar el aislamiento y la perdida. Con gran trabajo y cuidado, migramos sistemas hacia adelante. Re-diseñamos nuestros sitios en la red y nuestras herramientas, o las abandonamos, o (menos a menudo) conscientemente las archivamos y las apagamos. Los HDeros nos asomamos por microscopios y macroscopios, a ver las cosas que no podemos ver. Y mientras nos da mucho placer construir lo brilloso y lo nuevo—y venir a reuniones como estas a celebrar y compartir y avanzar ese trabajo—sabemos que alguien, antes o después, cura los bits de cara a nuestras ruinas.

¿Cuales son las humanidades digitales que se enfrenta constantemente a las pequeñas extinciones y que puede mirar a la cara a una Grande? ¿Es de consciencia social y activista en tono? ¿Refleja el carácter administrativo y resuelve-problemas de nuestras instituciones del siglo 21? ¿Es el asunto la preservación, conservación, y recuperación—o entender lo efémero y adaptarse al cambio? ¿Nos ayuda nuestro trabajo a apreciar, honrar la memoria, o llorar por las cosas que hemos perdido? ¿Altera, para nosotros y para nuestros públicos, nuestros marcos globales y nuestro sentido de la escala? ¿Se trata de enseñarnos a nosotros mismos a vivir de un modo diferente? O, como escribió un soldado de la primera guerra del golfo en el New York Times, ¿es nuestra tarea central la de aprender a morir—no como “individuos, sino como civilización,” en el antropoceno?

Mi plan esta noche es, primero, dedicar un poco de tiempo a definir el concepto de antropoceno y compartir algunas de las maneras claves en la que ha sido discutido por los eruditos y ha entrado en la conciencia popular. Identificaré dos categorías amplias de respuestas populares y eruditas al tiempo profundo, la extinción y la disminución. Presentaré estas categorías a traves de las provocaciones de dos grupos hermanados, compuestos de poetas y científicos, filantropos y supervivencialistas, eruditos, tecnólogos, artesanos y cuentistas. Estos son los grupos Long Now Foundation (Fundación del largo ahora) y el Dark Mountain (Montaña oscura). Contare entonces, sin explicarlas necesariamente, dos pequeñas historias. Mis historias tratan el contemplar el tiempo mientras construimos para el tiempo—enfocados en el problema de la comunicación a traves de milenios. Vienen de la arquitectura fascista y el campo de la semiótica nuclear de la pos-guerra. Finalmente, concluiré con algunas ideas sobre la intersección de estas preocupaciones mayores con los metodos, sistemas, proyectos, y valores en las humanidades digitales. Identificaré algunas cosas que la comunidad HD particularmente pueda hacer, facilitar y dar de ella. (¿Están conmigo ahora? Adelante entonces).

Nos gusta jugar con términos que puedan encapsular nuestro creciente sentido de la responsabilidad hacia y la imbricación con la naturaleza. Si los seres humanos se han convertido en una fuerza geofísica, capaz de impactar la corteza y la atmosfera del planeta, y si las fuerzas geofísicas se convierten en objetos de estudio, presencias capaces de ser delineadas por millones de años, tenemos un problema de denominación. En 1992, el periodista Andrew Revkin hizo una predicción: “Los científicos de la tierra llamarán a este nuevo período, que sigue al Holoceno, en honor a su causa, a nosotros. Estamos entrando en una era que en algún día se llamará, digamos, el antroceno. Al final de cuentas, es una era geológica creada por nosotros mismos.” De hecho, gano una variación alternativa de la palabra—Antropoceno—acuñada por el biologo Eugene Stoermer en los 1980s, siendo esta popularizada durante principios de los 2000s por un ganador del premio Nobel, el químico Paul Crutzen. En 2008, la Comisión Estratigráfica de la Asociación Geológica de Londres comenzó el proceso para eventualmente adoptar el término antropoceno como nomenclatura oficial—lo que lo pondría al lado del Pleistoceno y el holoceno en un sistema cronológico que mide, no giros alrededor del sol, sino el tiempo geológico: las complejas señales químicas, elementales, magnéticas y bio-físicas que observamos en las capas de piedra. Este trabajo—que los camaradas TEI en el auditorio pueden apreciar—sigue avanzando en los diferentes organismos de estandarización internacional relevantes. Un motivo de desacuerdo y discusión es el delimitador—o sea, donde exactamente localizarán los geólogos del futuro lejano y los paleontólogos extra-terrestres el limite—, que para nuestros detectives de rocas, es un verdadero “Clavo de Oro.” ¿Detectaran la sorprendente firma isotópica de las bombas atómicas del siglo 20, evidente en nuestros dientes y huesos? ¿Notaran los trazos químicos y minerales—acido y hollín—o los desajustes físicos de los mineros en la tierra datados de la Revolución Industrial? ¿O, se dará como comienzo al antropoceno en el microscopico número de fósiles que marcan la propagación de la agricultura, hace algunos 8-10,000 años atras? ¿Quien sabe? Es todo un pestañeo de ojos, y nosotros habremos desaparecido hace ya mucho tiempo.

Pero la idea de que el impacto de los hombres en la naturaleza es marcada y medible, de tal modo que pueda nombrarse, no es nueva. En 1873, el geólogo y cura italiano, Antonio Stoppani propuso que nuestras tecnologías, infraestructuras, y patrones de uso de la tierra habían ya cambiado fundamentalmente los sistemas del planeta, lanzándonos a una nueva “era Antropozoica.” George Perkins Marsh pronto adoptó el concepto de Stoppani en una edición revisada de su tratado geológico de 1864, Man and Nature (Hombre y naturaleza)—con nuevo titulo y yendo al clavo, The Earth as Modified by Human Action (La Tierra modificada por las acciones humanas).

En 1922, el tomo de R. L. Sherlock, Man as a Geological Agent (El Hombre como actor geológico), nos ofrece una advertencia temprana sobre el cambio de clima debido al uso excessivo de las fuentes de energía fósiles, las cuales, como dice el prólogo, resultarán en un “cambio inoportuno en los entornos atmosféricos.” Esto le sugiere, [y continuo citando] a “pausar y considerar que el uso y la alteración de la corteza de la tierra son para ventaja del futuro que como el pasado” (7-8). Me encanta que Sherlock es capaz de presentar tan presciente advertencia y al mismo momento entretener lecciones sobre una civilización en decadencia—en Marte. Los marcianos son introducidos como nuestros vecinos cercanos de mayor edad, cuya “batalla… con la Naturaleza ha sido mayor que la de los seres humanos,” y cuyo planeta devastado y arido, esta marcado por las grandes y futiles obras de ingeniería de los grandes canales (374). Sobretodo quería pausar en este libro porque introduce temas a los cuales regresaré.

Primero, este pensamiento alegre. “Veramente parece que el ‘Hombre llena la tierra de ruinas.’ Pero esto es una conclusión alaga demasiado a la vanidad humana. El memorial más permanente del hombre es una pila de basura, y esa también está destinada a desaparecer algún día” (383). Señoras y señores, ¡la geología! No comentaré sobre este pasaje deprimente—pero quería señalar que deprimirlos así es la mejor manera de evitar jamas ser invitada de nuevo al gran escenario de una conferencia DH. (Seré una dama anciana, algún día, nominada el premio Busa, y alguien dira, “Si pero te acuerdas de Nowviskie en Lausanne!”) Volveremos luego a la noción de la obliteración de “nuestros memoriales más permanentes.”

Es la segunda cita la que me servirá inmediatamente. Sherlock, interesado en los estallidos caprichosos de la influencia humana cuando se compara con el barrido continuo de la naturaleza, escribe: “Quizas el problema más difícil, y a la vez el más interesante, nace… de la relación entre la sicología del Hombre y sus actividades geológicas. Sus más profundas interferencias en la Naturaleza tienen su origen en el pensamiento.” (347)

Los usos que se le da a la etiqueta antropoceno actualmente—por científicos del clima, historiadores y eco-críticos, por filósofos, políticos, activistas y artistas del siglo 21—tienen que ver más que nada con esta relación, ya nombrada en 1922: la relación entre la sicología maleable de la gente, por un lado, y por el otro, las prácticas que llevan a sus actividades verificables desde el punto de vista geológico. Ustedes conocen nuestras batallas actuales sobre la ciencia del clima, y saben lo que esta en juego, o sea que no las revisare aquí—excepto quizas para recomendarles el trabajo substantivo de nuestro primer ponente, Bruno Latour, quien medita en un número de ocasiones sobre el antropoceno como un concepto tan poderoso que puede retar la antigua separación filosófica del hombre de la Naturaleza—y quizas arrebatarnos de una curiosa parálisis de la política moderna. Pero más que la tenue relación entre la política y la razón, esta noche me interesa la relación entre las luchas tecnológicas, estéticas, retóricas, y profundamente personales, a veces sentimentales que enfoca el antropoceno—y como estas nos puedan ayudar a asentar el trabajo de las humanidades digitales en el tiempo.

Enmarquemos estas luchas en el cuento de dos colectivos. La primera, basada en California, la Long Now Foundation, (Fundacíon del largo ahora) que se ha propuesto un número de proyectos, conectados los unos a los otros, con la meta de promover el pensamiento a largo plazo, a muy largo plazo. Long Now fue establecida en 1996 por Steward Brand (el hippie editor de Whole Earth Catalog y fundador de WELL), el informático Danny Hillis, y el músico experimental Brian Eno, entre otros. De hecho, los miembros del Long Now insistirían que la fundación fue fundada en el año 01996, una manera de escribir las fechas que acomoda los próximos 97,985 años. Para entenderlo mejor—50,000 años antes de que se le acaben los dígitos al Long Now, las cataratas del Niagara ya habrán erosionado los 32 kilómetros que la separan del lago Erie. Ese encuentro ocurrirá 30,000 años después que, según uno de los modelos léxico-estadísticos, las lenguas humanas retendrían solo 1% de las palabras actuales. De aquí a que el Long Now tenga un problema Y100K, las constelaciones que reconocemos hoy ya habrán desaparecido del firmamento. Describo estas cosas para remarcar que los del Long Now le añaden un optimismo traviesamente provocador a todo lo que hacen. De todos modos, la mayor parte de lo que hacen cabe dentro de la escala más modesta de 10,000 años, más o menos el largo de la civilización humana hasta ahora. Entre sus mejores esfuerzo, esta el Rosetta Project (Proyecto Rosetta), un esquema para reunir y documentar 2,500 lenguas humanas, algunas 13,000 imagenes de páginas grabadas microscopicamente en preciosos discos de níquel de 4 pulgadas. Otro proyecto es un gigantesco Clock of the Long Now (Reloj del largo ahora), de movimiento casi imperceptible. Actualmente, este reloj esta siendo instalado en las profundidades de una montaña en West Texas—con una copia planeada para el desierto de Nevada, a ser plantada bajo un arboleda de pinos longevo de 5,000 años. Brian Eno diseño el sistema combinatorio de campanadas del reloj—una computadora mecánica que tocará 3.5 millones de melodías diferentes a traves de los siglos. “Cual es el propósito de construir un reloj gigantesco en el medio de una montaña con la esperanza de que suene por 10,000 años?” escribe el Long Now. La respuesta: “Para que la gente se haga esa pregunta.” Su más recién empresa es un bar, biblioteca y salón chic en San Francisco para las conversaciones sobre el largo plazo. Ya hay charlas TED.

Contrastemos al Long Now con el Dark Mountain Project (Proyecto montaña oscura)—fundado en 2009 por Dougald Hine and Paul Kingsnorth, un par de escritores británicos en sus años treintas, activistas del medio ambiente desilusionados, quienes financiaron la impresión de un manifesto a traves del crowdfunding, o financiamento de un público anónimo. Su panfleto, inspirado por el poeta Norteaméricano del “inhumanismo,” Robinson Jeffers, se titula Uncivilisation (Descivilización). Exhortaba a los lectores a mirar, no hacia al pasado lejano, pero firmemente a nuestro presente de contracción material, colapse ecológico, y decline civilizacional, con un ojo puesto en la disolución y fracaso final de nuestros grandes mitos de progreso. “¿Qué viene después del fin del mundo?” preguntaron. Y si las historias que nos hemos hecho, sobre nuestro dominio sobre la naturaleza, el destino manifesto, la libertad y el avance y la comodidad, nos han llevado a este punto, ¿Qué tipo de historias nos podrían llevar a un nuevo modo de vida? Dark Mountain no le habla a los legisladores ni a los tecnocratas, sino a los escritores y artistas—pidiéndoles que se dejen de pretensiones sobre la perfectibilidad de nuestras tecnologías y nuestra capacidad de evitar el desastre, y que se ocupen mejor de ayudar a los grandes públicos al “desmorone… del mundo.” La descivilización toco un nervio, y no se hizo esperar para que apareciera una compilación de escritos, junto a varios festivales de verano en Hampshire y Wales. Dark Mountain se ha retirado de los carnavales, pero no instante, siguen haciendo noticia, ahora con menos frecuencia, y publican dos libros al año. Yo los leo en la playa.

Introduzco estos dos grupos—el Dark Mountain y el Long Now—como forma abreviada de dos tipos de conversaciones académicas a las que raras veces citan o encaran, pero a las cuales sin duda pertenecen. A lo mejor es el Zeitgeist. El aire que se respira. Son para mi, esta noche, maneras de orientar y condensar los estudios que informan nuestro tema. Les pido que me excusen aún por un momento más mientras recorro un poco la literatura al respecto. Estoy reuniendo las herramientas que necesitaremos.

Bien. Long Now y Dark Mountain. No tratan exactamente el tiempo profundo vs. lo efímero y experimental; tampoco exactamente la manufactura cuidadosa y el parar de las maquinas. No van tampoco de la esperanza vs. la desesperanza. Pero, cuando en una colección editada sobre el post-medioambientalismo y el antropoceno, Bruno Latour nos incita a “amar a nuestros monstruos,” es decir, para sacar una página del Frankenstein (aquí en las orillas del lago Léman), e invertir en un manejo más sistemático de las tecnologías que hemos creado—cuando nos dice que la esperanza consiste en ponerle tan gran cuidado a la mayordomía de nuestra tecnología inquietante, como el que le dedicamos a su creación—es un llamado para el pensamiento a largo plazo y un constructivo, largo ahora. “El medio ambiente,” escribe Latour, “debe de ser cuidado, manejado, atendido aún más; en resumén, integrado e internalizado en la fábrica misma del sistema político.”

Por el otro lado, cuando el experto en política tecnólogica, Steven J. Jackson ofrece en un ensayo reciente llamado “Rethinking Repair” (“Pensando de nuevo la reparación”), que necesitamos “pensamiento de mundo roto,” se posiciona este en la pendiente de la montaña oscura. Jackson argumenta que los actos individuales de mantenimiento, desmontaje, y reparación son constantes en nuestras interacciones con la tecnología, como actos generativos y esperanzados, oscurecidos por una retórica cultural que privilegia “la inovación, el desarollo y el diseño.” Hace un llamado a un encuentro considerado no tanto con hacer cosas, sino con arreglarlas, reutilizándolas en su diminución y desmantelamiento—no un hacer nuevo, pero hacer hacer o hacerselas, y de ese modo adoptar una “etica del cuidado mutuo”—con nosotros mismos, el mundo a nuestro alrededor, y (de manera literal) con los objetos de nuestra afección. Esta es una fuente [dice él] de “esperanza y resistencia” y es una manera de ser en el tiempo en el espacio que—observo yo—tiene raices profundas en el feminismo.

La eco-crítica pos-colonial de la literata canadiense Susie O’Brien de manera similar avanza una “agenda de empatía,” pero complica el elogio de la “resistencia” de Jackson en los actos de reparación. En su ensayo reciente, “The Downside of Up” (“El lado abajo de arriba”), y en una posterior sobre “trabajo al margen” y la teoría de resistencia de Arundhati Roy, O’Brien nos enseña como el concepto de resistencia—de volver a ponerse de pie, de ser flexible y adaptable como una medida de fortaleza ecológica, pero también como cierto tipo de “merito moral”—se alinea con “los ideales del neo-liberalismo”: volatilidad constante, dinamismo estratégico, desregulación, y el consiguiente “desmantelamiento de programas medio-ambientales y sociales.” Hoy buscamos ciudades resistentes, infraestructura resistente, empleados resistentes. Es un termino seductor. Pero refleja que tan fácil, como escribe McKenzie Wark en un ensayo reciente sobre Heidegger y la geología, la resistencia se convierte en “gobierno bajo condiciones constantemente apocalípticas… algo a aguantar.”

El historiador Dipesh Chakrabarty, en un articulo clave llamado “The Climate of History” (“El clima de la historia”), argumenta que el antropoceno desencaja las nociones recibidas de la libertad y la emancipación. Estos conceptos están arraigados en las narrativas de la Ilustración y pos-coloniales que continúan moldeando nuestras instituciones y tecnologías—para bien o para mal—los mismos mitos de progreso y comfort que incitan los anti-cuentos del Dark Mountain. La libertad es un marco intelectual, dice Chakrabarty, que conlleva una energía intensa y descuidada, que no se fijo en sus propios costos. Marisa Parham (del consorcio HD de los 5 Colleges) nunca hace referencia a Chakrabarty, pero se fija en esos costos inmediatamente en el comercio trans-Atlantico de esclavos, cuando examina los datos históricos en la visualización del HDero Ben Schmidt—una visualización de la prensa popular aferrada y etiquetada a “A Map of Nineteenth-Century Shipping Routes and Nothing Else” (“Un mapa de rutas maritimas del siglo diecinueve y nada más”). La pequeña entrada de blog, de una hermosa sutileza, se titula “Black Haunts in the Anthropocene” (“Frecuentadas negras en el antropoceno”).

Eileen Crist, quien trabaja en estudios animales, esta en desacuerdo con el concepto mismo. En su ensayo, “On the Poverty of Our Nomenclature” (“Sobre la pobreza de nuestra nomenclatura”) ataca el egocentrismo de la étiqueta ‘Antropoceno.’ Para Crist, designar la epoca en nuestro honor, nos quita la libertad conceptual de desengancharse: de limitar la presencia humana radical y voluntariamente. De manera similar, Brian Lennon, quien considera cuestiones ecológicas dentro del marco de la labor académica, sugiere como modo de resistencia el entender el tiempo como un vehículo de la investigación humanística, “en tanto que el tiempo mismo lleva toda la lucha mundana a la extinción” (189). El tiempo es entonces aquello que debemos proteger y conservar. “Las libertades que imaginamos para la investigación digital son al final simples eficacias productivas… Para enfrentarnos al atolladero ecológico actual no es demandar una nueva innovación critico-teorética… es más restringir algo la producción mecánica.” Esto requeriría de nosotros una “re-evaluación de nosotros y nuestras costumbres de trabajo” (186).

Para hécharle un ultimo vistazo a los temas que brotan del Long Now y el Dark Mountain, retorno a una de las preguntas con las que empece. ¿Qué significa?, les pregunte, ser testigos de una extinción en masa—el fin de tanta “lucha mundana.” ¿Qué significa? o, ¿Qué debiera de significar, o motivarnos a hacer? John C. Ryan, investigador de la historia cultural de la flora australiana, resalta las perdidas emocionales y estéticas, las cuales han sido “poco articuladas en la literatura [científica]”—todos esos “colores, sonidos, aromas, comportamientos, y relaciones,” ausencias que “empobrecen el mundo de los sentidos.” Si es cierto, como ha escrito el antropologo Shiv Visvanathan, que “la ciencia no tiene rituales de luto,”—le convendrá a Ryan refugiarse en las inquietudes de la poesía junto a las ciencias botánicas. Pero esto, escribe, “requiere un marco [real] y modalidades actuales de luto”—una estética productiva, en el vero sentido del Dark Mountain—cuyo desarollo pudiese ser una tarea especial de la humanística digital y medioambiental de nuestros tiempos (52).

Thom van Dooren y Deborah Rose, del Grupo de Trabajo de Estudios de Extinción, estan de acuerdo. (Este grupo, cabe mencionar, incluye a la profesora Donna Haraway—quien frecuenta las charlas de HD más como un cyborg, que como una diosa). Rose y van Dooren se enfrentan al ultimo proyecto del Long Now que mencionaré, en una aguda presentación ofrecida el año pasado para la Royal Zoological Society of South Wales (la Real Sociedad Zoológica de Wales del Sur). Como Ryan, imaginan el luto como la tarea cultural primaria—en sus palabras “residir en la extinción”—porque el luto nos cambia, y solo un cambio interno profundo creará “la base para una respuesta sostenible e consciente.” Van Dooren y Rose responden al proyecto “Revive and Restore (Revive y restaura), del Long Now, un nuevo esfuerzo para coordinar el “movimiento de la DeExtinción.” Este proyecto apoya la ingeniería genética de es especies en peligro de extinción (alterándolas para que sean más fuertes en el período del antropoceno), el clon y la recreación al por mayor de especies extintas—palomas pasajeras, mamuts lanudos—trabajo que el fundador Stewart Brand promueve como “rescate genético.”

Revive y restaura difiere completamente de la serie Rosetta Disk and Clock del Long Now, originada hace ya dos décadas. Ya no se trata de una provocación estética a pensar más cuidadosamente al largo plazo, sino de hacer algo, quizas cualquier cosa, ahora. En una charla TED del año pasado, Brand “postulo la pregunta de como [la historia de la extinción de animales causada por los hombres] nos hace sentir, y como debemos orientarnos en relación a esta.” Van Dooren y Rose citan la charla: “Tristeza, furia, luto? [dice Brand] Nada de luto [dice el]—organiza. Yo lo vi. “Pues, [entusiasma al público] ¿Quieren especies extintas de vuelta? ¿Ustedes quieren especias extintas de vuelta?” El público aplaude.

Quizas ya, debido a los resultados imprevistos de nuestras soluciones tecnológicas, tenemos la cautela suficiente para preocuparnos de proyectos como el de la DeExtinción—de la creación, tememos, de demasiados monstruos a quienes amar. Al contrario, “residir con la extinción” sencillamente, como lo indica el Dark Mountain, parece demasiado sombrio—y posiblemente de nunca acabar. ¿Que nos queda entonces?

Permítanme colgar dos mascaras de la pared. Ambas son apotropaicas.

Primera mascara. El extraño, y especulativo campo de la semiótica nuclear nació en 1981, cuando el gobierno de los Estados Unidos y la corporación Bechtel, responsables de la Presa Hoover, comisionaron un grupo de trabajo. Su meta era disminuir la posibilidad de que en los próximos 10,000 años, una banda desafortunada de nuestros descendientes se accidentara por uno de nuestros repositorios subterráneos de desecho radioactivo, en vias de desarrollo en aquel entonces. Dos reportes importantes surgieron de este esfuerzo. El primero, escrito por el linguista y semiótico Thomas Sebeok, es famoso por plantear la creación de un sacerdocio atómico, un culto hierático devoto a la protección y transmisión del conocimiento sobre el sitio. Un reporte de 1993 de un grupo posterior incluye bosquejos de gusanos amenazantes, campos de espinas filosas, advertencias en piedra Rosetta, fotos de caras tristes, y cosas por el estilo. Sus letreros y estructuras propuestas deberían de ser claras: “Este no es un sitio honorable. No excaven aquí.” Pero claro, ¿que llamaría más la atención a un arqueólogo del futuro que una unica, monumental y aterradora ruina de la civilización perdida de las Americas? La arquitectura de la admonición parece estar destinada al fracaso.

Más imaginativo que el reporte original, fue el numero especial del Zeitschrift für Semiotik Aleman, que, inspirado por el proyecto, hizo un llamado aparte y publicó un grupo de ellas en 1984, incluyendo una pieza breve de Sebeok. Phillip Sonntag, de Berlin, propuso poner el mensaje en un lugar seguro: en la faz de una luna artificial. El escritor de ciencia ficción polaco, Stanislaw Lem, sugirió que la información sobre el emplazamiento sea grabada en el DNA de plantas sembradas en la superficie. Pero el premio Dark Mountain lo ganan dos investigadores franceses, Bastide y Fabbri. Estos propusieron la creación de una raza de gatos—Strahlenkatze—cuya piel cambiara de color al ser expuestos a la radiactividad de manera consistente. Cuentistas, artistas, y compositores serían recrutados para plantar en cada cultura, en todas partes, un conjunto de fabulas y leyendas virales sobre lo malo que sucede cuando tu gatito se pone azul. La colección cierra com dos ensayos, por Susanne Hauser y Marshall Blonsky, quienes sugieren fuertemente que mejor nos ocupemos de desarmar y reducir el desecho nuclear—y declaran que la pregunta en si (quizas como esta charla) refleja una condición en la cual “una sociedad de capitalismo tardío en proceso de desintegración seduce a su elite a proyectar su propia… inseguridad sobre el futuro de la humanidad.”

Segunda mascara. En 1934, Adolfo Hitler le pidió a su arquitecto jefe, Albert Speer, diseñar una estructura permanente que remplazara el tribunal de madera de una pista de aterrizaje de zeppelin en Nuremberg—un lugar que luego se convertiría en la infame base de manifestaciones del partido Nazi. Speer sabía que la arquitectura clásica inspiraba a Hitler, y que este estaba celoso de esa cierta continuidad que le otorgaban las ruinas de Italia a Mussolini con el gran imperio romano. Quizas, inspirado el mismo por un cuadro comisionado por el arquitecto del siglo 19, Sir John Soane, del nuevo Banco de Inglaterra, Speer le presento a Hitler más que una imagen del edificio terminado. Le ofreció un segundo esbozo, del campo de Zeppelin mil años en el futuro—ruinado, cubierto de hiedra, pero aun reconocible, quizas esperando a un Cuarto Reich a venir. Sus ministros se escandalizaron por ese memento mori del arquitecto, pero a Hitler le gusto, y Speer luego desarrollo y formulo la idea como “Teoría del valor-ruina,” afanándose desde entonces a solo utilizar materiales de construcción que se desmoronen graciosamente. Les ofrezco esto, como los irradiantes Strahlenkatze de la semiótica nuclear, como ejemplos de nuestro impulso común de comunicarnos a traves de milenios—aunque no nos demos cuenta, que lo que decimos puede ser nuestro pecado más oscuro.

Y quizas esto explica nuestra lucha por darle etiqueta al Antropoceno: la esperanza en contra de toda esperanza de que si dejaremos huella, aunque esa huella sea una de transgresión. Quizas es también la razón por la cual—en una charla reciente sobre el retiro de las luchas dentro del campo académico a los campos en si—el teórico de la media finlandesa Jussi Parikka nos recuerda que la materialidad de la tecnología de la información moderna tiene sus raíces comunes en lo profundo, en los metales tóxicos de la tierra.

Dado todo esto—los lentes amplios de la ciencia, la historia y la especulación, que utilizamos para vernos a nosotros mismos en el tiempo, y el clima de extinción que rodea nuestro trabajo—¿cuales serían nuestras esperanzas compartidas ideales en HD? ¿Que tareas y proyectos tomaríamos?, o ¿a cuales nos uniríamos? ¿Cuales serían nuestras funciones—o, si prefieren, nuestras vocaciones, ahora? Quiero que utilizemos la seriedad de este momento para unirnos más con compasión, solidaridad, e inteligencia—como una comunidad internacional, multi-disciplinaria, y conscientemente inter-profesional—muy atenta a las extinciones cotidianas y a las complejidades de nuestro encuentro con estas, cautelosos de del lado y llamado oscuro de nuestro impulso de comunicarnos en el tiempo profundo, y al igual llenos de benevolencia y esperanza.

Creo que cabe la esperanza, y la confianza en nuestros dones. Dedicaré mis últimos minutos enumerando algunos de los más importantes de estos—de nuestros éxitos pasados y areas donde aún nos abrimos camino con nuestra labor. (Y les pido perdón por no asociar los nombres de individuos con la mayor parte de los proyectos que aludiré aquí: en estilo típico de HD, la mayoría son proyectos de equipo, algunos cruzando las fronteras institucionales y nacionales).

Primero, la recuperación digital de textos, objetos y rastros de la experiencia o el pensamiento humano, creídos perdidos durante siglos. Aquí (vistos desde fuera, claro), los logros del HD parecen magia: desde el Gran Libro de Pergamino de 1639, un fajo frágil desde el incendio de Guildhall de hace más de dos siglos, ahora desdoblado virtualmente y legible de nuevo—a los papiros Herculaneum, desplegados por última vez en las laderas del Monte Vesubio y convertidos en un instante en briquetas de carbón en el año 79 dC—poco a poco abriéndose con el uso de rayos X, micro-CT y barrido multi-espectral. Proyectos en prosopografía nos dan una visión más clara de las vidas cotidianas en el mundo bizantino, mientras acercamientos computacionales a la paelografía se convierten más profundamente humanísticos y hermeneuticos. Simulamos y modelamos (calculando, digamos, la manera en que la luz caía en una tarde invernal en una villa romana de antaño, o buscando ciudades perdidas en la Ilíada de Homero usando el GIS). Y exploramos nuestro pasado reciente con la arqueología y forense de medios operada en los recursos natos digitales—actividades que en sí mejoran avances en el area de la preservación digital. La resurrección puede ser un trabajo macabro. Creo que entendemos la extinción mejor en nuestros esfuerzos.

Siguiente, los grandes datos (big data) y el long durée. Si es cierto, como escribe Rebecca Solnit, que los seres humanos no saben “mirar a las grandes cosas” en esta, nuestra “era de la escala inhumana“—un concepto que Timothy Morton teoriza como “hyperobjetos“—entidades inefables, naturales y computacionales (como el calentamiento global) “distribuidas masivamente en el espacio y el tiempo” (37-9)—entonces el HD tiene un papel público y transformador que jugar. Para Morton, enfrentarse a los hyperobjetos puede llevar a “un tiempo de sinceridad, es decir, un tiempo en que es imposible alcanzar una distancia final de cara al mundo” (44). Jo Guldi se aproxima a esta idea cuando recuenta que “la información no va (y sí va) a cambiar el clima“—describiendo sus reuniones con docenas de esfuerzos cartográficos de base en India, y llamando a una “arquitectura de la información marcada por la participación” e informada por la historia. “Mapeo, codificación, y colección de datos deben de aliarse a un sentido de la memoria.” Es un recordatorio poderoso para aquellos entre nosotros posicionados para enfrentar a lo que Guldi llama “el sobrecargo de información, la corrupción del privilegio y la ineficacia de la experticia,” con nuestros diseños de datos y nuestras visualizaciones. David Armitage se une a Guldi en otro ensayo, historizando el estrechamiento reciente del ambito temporal de los historiadores académicos de habla Inglés, y describiendo como avances en lectura a distancia y digitalización masiva hace del “Retorno al Longue Durée” no solo algo factible tecnologicamente, sino algo imperativo desde el punto de vista político, y profundamente restaurador para la humanística a gran escala.

Sin embargo, imaginar historias de nuevo requerirá ir más alla del analysis y la visualización algorítmica de los grandes datos. Si buscamos un HD rico y humanista, capaz de dar la cara más alla de los retos tecnicos de nuestras enormes colecciones de datos geo-temporales, debemos desarrollar metodos de diseño que abordan fusiones teoréticas recientes del fondo y trasfondo, del tiempo y el espacio. El proyecto de Neatline del Scholars’ Lab es un tal esfuerzo, aunque aún solo completo a medias. Lo clave será insertar conceptos aquí como el “graphesis” de Johanna Drucker, permitir la producción del conocimiento a traves de la visualización iterativa—potencialidades que apoyan lo que Nick Mirzoeff llama una “contra-visualidad” (“counter-visuality”) a las imagenes dominantes del antropoceno. Mirzoeff localiza las semillas de esa resistencia en el Sur global.

O quizas necesitemos una contra-_facticidad_—lugar para esos “extraños giros y productos híbridos del pensamiento y-si-fuera” que son el sujeto del libro próximo de Kari Kraus, Hopeful Monsters (Monstruos Esperanzados), un intento de “reorientar la humanística [en areas de la historia]” hacia posibles y positivos futuros. Laboratorios experimentales en las humanidades y talleres-hacedores de HD participan en esta reorientación con vistas hacia adelante, permitiendo a los eruditos a bregar, chapucear y construir, trayendo con ellos perspectivas críticas a la fabricación en 3D; hazlo-tu-mismo computación portátil e insertada; el trasteo con hardware, el modding, la reparación, la realidad aumentada, y la creación de bots y juegos. Al final de cuentas, como Armitage y Guldi argumentan en el caso del longue durée, “los futuros alternativos se convirtieron en el ámbito de los futuristas y escritores de ciencia ficción tan solo cuando los historiadores los abandonaron” (41).

Hay otros proyectos que podríamos emprender, individualmente o colectivamente, dentro del marco del antropoceno. Cierro con una lista fragmentaria. Los HDeros debemos ser más efectivos en nuestra comunicación con los públicos mayores, hacer más visible nuestro trabajo en preservación, computación especulativa, y memoria cultural—fomentar la colaboración con segmentos de la sociedad fuera de la academia que comparten nuestras orientaciones y preocupaciones. Necesitamos sistemas de recompensa que no solo premian lo nuevo, sino que encuentran nobleza en el actividades como la mejora de metadatos, mantenimiento de proyectos, y migración progresiva—y de esa manera impulsarnos a atender mejor a las condiciones de trabajo de nuestros colegas en instituciones de patrimonio cultural y aquellos que se ocupan de los sistemas y el software de proyectos HD. Necesitamos más “agendas de empatía”—y crear espacios seguros y acogedores para los vulnerables, donde sea que podamos hacerlos (y es aquí donde quiero parar y darle las gracias mis colegas de la ADHO y los miembros del equipo que ayudaron a crear el nuevo e importante Codigo de conducta de esta conferencia). Necesitamos ponerle más atención a cuestiones de accesibilidad y computación minimal, y estar consientes que la llamada revolución digital en las humanidades no esta distribuida de manera equitativa. Necesitamos reconocer las imperativas de la degradación elegante, para sostener una cantidad menor de proyectos geriátricos ya en su adolescencia que muy despreocupados han negado su propia mortalidad y así no han planeado para tiempos diferentes o disminuidos. Pero al mismo tiempo, y particularmente en las bibliotecas, necesitamos un discurso más robusto alrededor de lo efímero—en gran parte para darle licencia a los trabajos experimentales que queremos y necesitamos, que nunca quieren vivir por mucho tiempo, ser serios o madurar. Debemos ocuparnos de los costos humanos y medioambientales del HD—de nuestra complicidad con la manufactura de nuestros aparatos y los manipuladores de los medios sociales, con la pisada de carbon y el precio de conferencias como estas—y preguntarnos seriamente como nosotros podemos cambiar, o crecer. Mientras nuestros gobiernos utilizan técnicas de vigilancia militar en contra de ciudadanos comunes y planifican para desordenes civiles a causa del cambio del clima, necesitamos usar nuestra experticia y conciencia histórica profunda más en linea con las políticas de la vida en el siglo 21. Y tendremos que convivir con la extinción, cada uno de nosotros, de manera privada y profesionalmente, un poquito más de lo que les he forzado a vivir esta noche.

Es demasiado—¿No? Es paralizante y amedrentador, mi lista de cosas que debemos y necesitamos hacer, cuando ya hacemos tanto, y bajo condiciones limitadas. Pero “nosotros” somos muchos, y mucha gente con intereses diferentes gravitan cada día más y más hacia las humanidades digitales. En nuestra “era de escala inhumana,” me acuerdo de una noche que pase, hace ya unos años, en la oscuridad congenial de un parque en Nueva York con los miembros del movimiento Occupy Wall Street. La multitud era enorme, y les faltaba el permiso para la amplificación de sonido, así que cuando hacía falta propagar una noticia, los “ocupantes” empleaban lo que tildaban de “microfono humano,”—o el microfono del pueblo—repitiendo y de esa forma ampliando las palabras de un parlante con cienes de voces y pulmones. Es un movimiento de base no tan diferente como la idea tan bonita de los susurradores de traducciones aquí en DH 2014.

Tenemos muchos mensajeros listos para las imperativas que les he planteado esta noche. No todos ellos trabajan con palabras, pero igual hablan. Una meta de nuestra colectividad en los años venideros—en tiempos que dificultan, y en servicio al mundo que viene próximo—es la de ampliar esas voces, a todo poder.

Terminé de escribir esta charla, pero no sabía como parar—así que me fui a nadar. Bajo y profundo, recitan los azulejos de ceramica, en los puntos finales de la linea que siempre elijo. A lo mejor a ti te gusta chapotear también. Yo empiezo con una de las palabras, y extiendo mis manos hacia la otra, de atras hacia alante, una y otra vez, mientras dura mi piscina.